América viene de Américo
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El navegante y explorador italiano Américo Vespucio, o Amerigo Vespucci, dio nombre al Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón en 1492, tras la publicación de su obra Cosmographiae Introductio, en 1507. Hasta entonces, las tierras del nuevo continente eran conocidas como las Indias. El destino jugó a favor de Américo Vespucio, quien erróneamente fue considerado el autor intelectual del descubrimiento.
Fragmento de Amerigo Vespucci, un nombre para el Nuevo Mundo.
De Consuelo Varela Bueno
Capítulo V: El nombre de América
El destino, o una fatalidad, quiso que el nombre de
Amerigo fuera con el que se conociera para siempre el Nuevo Continente
descubierto por Cristóbal Colón.
La historia, rocambolesca, es la siguiente. En el
corazón de la Lorena, y bajo la protección de su duque Renato II, existía de
antiguo un monasterio llamado Saint-Dié, cuyos canónigos compartían el rezo y
los cánticos sagrados con la afición de amanuenses; excelentes copistas y buenos
cartógrafos, transcribían con entusiasmo cuantos papeles importantes caían en
sus manos. Tenían, además, una pequeña imprenta de cuyos tórculos saldrían cada
año ediciones de obras señeras. A aquella imprenta llegó un buen día un clérigo
que había estudiado en la universidad de Friburgo y cuyo oficio era el de
dibujante y cartógrafo, además de corrector de pruebas. Se llamaba Martin
Waldseemüller.
En el año de 1507 estaban todos en Saint-Dié preparando
una nueva edición, a ser posible más fiable que las anteriores, de la
Geografía de Ptolomeo. En esto llegó a manos del duque un ejemplar de la
carta de Amerigo a Soderini, conteniendo los relatos de sus cuatro viajes y un
mapa en el que estaban dibujadas las regiones recién descubiertas por Amerigo,
los portugueses y los españoles. Al punto entregó Renato al monasterio su
ejemplar. El entusiasmo de los canónigos, que ya conocían otro escrito del
florentino, el Mundus Novus, fue inmenso. Tanto que abandonaron la idea
de imprimir el Ptolomeo para dedicarse por entero a la edición de este texto. El
poeta Jean Basin de Saudaucourt se apresuró a traducir al latín el texto de la
carta de Amerigo, que estaba en francés, y Matías Rigmann, que ya había
publicado un poema inspirado en el Mundus Novus, se dedicó a preparar una
introducción a la cosmografía que la carta de Amerigo exponía. Por su parte,
Waldseemüller sería el encargado de confeccionar el mapa del Nuevo Mundo. El
equipo estaba dispuesto a preparar un librito que iba a representar una nueva
geografía y que iba a anunciar al mundo el conocimiento de un nuevo
continente.
Nada tiene de extraño que un texto de Amerigo, o del
«pseudo-Amerigo» apareciera en el centro de Francia y en francés. Por entonces
diversas versiones de cartas manuscritas relatando los viajes del florentino
circulaban con relativa facilidad. En 1507, la carta a Soderini, publicada en
1504, era ya conocida en todas partes y, dado lo caro de las primeras
impresiones, es lógico que se hicieran copias a mano mucho más baratas que los
príncipes las solicitaran. Así se explica que el ejemplar que pertenecía a
Renato estuviera a él dirigido, aunque nunca se conocieron el duque y el nauta,
al igual que otro ejemplar apareciera dedicado a Fernando el Católico.
Por fin, el 25 de abril de 1507 salía de las prensas de
Saint-Dié el ansiado libro con el título de Cosmographiae Introductio.
Acompañando al texto se incorporaban un planisferio y una especie de recortable,
que, pegado sobre una esfera, daría la exacta idea del globo terrestre. Como
señala G. Arciniegas, el modelo era ni más ni menos que el mismo que hizo
Amerigo Vespucci cuando entregó al Popolano «una figura plana y un mapamundo de
cuerpo esférico, preparado con mis manos». Tras un poema introductorio en el que
hábilmente se anuncia la mercancía —«Como la fama, testigo locuaz, dice que las
cosas nuevas agradan. Aquí tienes, lector, novedades que buscan agradar. En este
librito de Amerigo veréis las regiones descubiertas y las costumbres de sus
gentes»—, la Cosmographiae Introductio se compone de un prólogo, un
epílogo y nueve breves capítulos.
En el último capítulo aparece el texto que hizo famoso
al florentino: «Mas ahora que esas partes del mundo han sido extensamente
examinadas y otra cuarta parte ha sido descubierta por Americus Vesputius (como
se verá por lo que sigue), no veo razón para que no la llamemos América,
es decir, la tierra de Americus, por Americus su descubridor, hombre de sagaz
ingenio, así como Europa y Asia recibieron ya sus nombres de mujeres». Al margen
de este pasaje se colocó una nota que simplemente decía América.
Lo que entra por los ojos son, sin duda, los dibujos,
los mapas, y por ello la divulgación del nombre de América se debió, más que al
texto impreso de la carta, al mapa que dibujó Waldseemüller. Enfrentados, puesto
que son dos concepciones diferentes, aparecen los retratos de Ptolomeo y de
Vespucci, bellísimamente dibujados, colocados al lado de sus mundos: a la
derecha, junto a Amerigo, el Nuevo Mundo y a la izquierda, junto a Ptolomeo, el
Viejo. Desde este momento resultará del todo punto imposible separar ambas
imágenes: el Nuevo Mundo, pese a quien pese, será ya para siempre
América.
Como ya esperaban en Saint-Dié, el libro tuvo un éxito
enorme, tanto que hubo que hacer en el mismo Saint-Dié y en el mismo día dos
ediciones, seguidas de muchas más.
La reacción no se hizo esperar. Muchos aceptaron de
inmediato el nombre dado por Waldseemüller al Nuevo Continente; otros siguieron
por un tiempo denominándole las Indias Occidentales.
En España, sin embargo, se levantaron feroces críticas.
Conviene señalar que el primero que alzó su pluma contra tamaño disparate fue
fray Bartolomé de las Casas. El dominico, admirador como ninguno de la gesta
colombina e íntimamente unido a la familia, no soportaba la idea de ver
suplantado el nombre de su héroe por el de quien, para él, era un impostor. Por
ello lanzó sus diatribas comentando en su Historia General de las Indias,
con todo lujo de detalles, cuantos errores aparecían en las cartas impresas de
Amerigo, de quien afirma que «pretendió tácitamente aplicar a su viaje y a sí
mismo el descubrimiento de la tierra firme, usurpando al Almirante lo que tan
justamente se le debía».
No le faltaba razón al fraile. En efecto, Amerigo no fue
ese hombre tan extraordinario como la posteridad nos lo ha mostrado. Nada
sabemos de sus artes marineras fuera de lo que él mismo, en un alarde de
inmodestia, nos cuenta. Sus comentarios geográficos son, en muy buena medida,
meros plagios de las teorías en boga en aquel momento. Es verdad que sus
Cartas poseen una cierta calidad estilística y que, en ocasiones, hasta
se permite hacer comparaciones con textos clásicos, que parecen citados de
segunda mano. Pero también es verdad que esas Cartas pudieron muy bien
ser adobadas, tanto por aquellos que las vertieron al latín, como por un buen
corrector de estilo —y en Florencia los había muy buenos—, no siendo extraño que
éstos se permitieran adornar profusamente los textos que les llegaban para
imprimir. Para colmo, no se ha conservado ni uno sólo de los informes que, en
razón de su cargo, hubo de hacer Amerigo para la Casa de la Contratación y que
nos hubieran dado luz sobre la validez de sus dictámenes. Ninguno de sus
compañeros alabó su ciencia más allá de lo obligado. Desde el punto de vista
social y económico, tampoco fue Vespucci un hombre sobresaliente. Como hemos
visto, no sólo reside en una casa cuya renta está entre los límites más modestos
para una morada de clase media baja, sino que su estilo de vida no casa en
absoluto con su propio autobombo. Casado con una mujer analfabeta, que ni
siquiera sabía dibujar su firma, él, que se había movido en los ambientes más
cultos de su ciudad natal, se desenvuelve en Sevilla entre una medianía.
Sin embargo, fue Amerigo Vespucci un hombre que carecía
de los méritos de un Cristóbal Colón, de los hermanos Pinzón o de Juan de la
Cosa, quien tuvo la fortuna de dar su nombre al Nuevo Continente. Y aún cabe
señalar una ironía más del destino. Cuando a fines del siglo pasado se hicieron
unas excavaciones al pie del altar mayor de la catedral de Santo Domingo,
apareció un sarcófago con un extraño letrero que anunciaba que los restos
contenidos en la caja eran los del Primer Almirante, don Cristóbal Colón,
Descubridor de la América. Como en España lo normal fue siempre hablar de
las Indias (Occidentales), y no de América, fue éste un argumento más entre los
que esgrimieron los miembros de la Academia de la Historia española (Colmeiro,
Ballesteros) para tildar de apócrifa la inscripción dominicana. Sin entrar en la
espinosa cuestión, hay que reconocer en honor a la verdad que en los últimos
decenios del siglo XVII algunos españoles usaron esta denominación extranjera.
La sombra de Amerigo, como se ve, persiguió a Colón incluso después de
muerto.
Fuente: Varela Bueno, Consuelo. Amerigo Vespucci, un
nombre para el Nuevo Mundo. Biblioteca Iberoamericana. Madrid: Ediciones
Anaya, S.A., 1988.
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