El arte y los artistas
En este fragmento de la introducción de la cĆ©lebre historia del arte de E. H. Gombrich se analiza, con un estilo ameno en clave de divulgación caracterĆstico de este autor, la relación entre el arte, los artistas y el espectador. La traducción de esta edición es de Rafael Santos Torroella.
Fragmento de La historia del arte.
De Ernst Hans Gombrich.
Introducción.
No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas.
Estos eran en otros tiempos hombres que cogĆan tierra coloreada y dibujaban
toscamente las formas de un bisonte sobre las paredes de una cueva; hoy, compran
sus colores y trazan carteles para las estaciones del metro. Entre unos y otros
han hecho muchas cosas los artistas. No hay ningĆŗn mal en llamar arte a todas
estas actividades, mientras tengamos en cuenta que tal palabra puede significar
muchas cosas distintas, en Ʃpocas y lugares diversos, y mientras advirtamos que
el Arte, escrita la palabra con A mayĆŗscula, no existe, pues el Arte con A
mayĆŗscula tiene por esencia que ser un fantasma y un Ćdolo. PodĆ©is abrumar a un
artista diciƩndole que lo que acaba de realizar acaso sea muy bueno a su manera,
sólo que no es Arte. Y podéis llenar de confusión a alguien que atesore cuadros,
asegurÔndole que lo que le gustó en ellos no fue precisamente Arte, sino algo
distinto.
En verdad, no creo que haya ningĆŗn motivo ilĆcito entre
los que puedan hacer que guste una escultura o un cuadro. A alguien le puede
complacer un paisaje porque lo asocia a la imagen de su casa, o un retrato
porque le recuerda a un amigo. No hay perjuicio en ello. Todos nosotros, cuando
vemos un cuadro, nos ponemos a recordar mil cosas que influyen sobre nuestros
gustos y aversiones. En tanto que esos recuerdos nos ayuden a gozar de lo que
vemos, no tenemos por quƩ preocuparnos. Unicamente cuando un molesto recuerdo
nos obsesiona, cuando instintivamente nos apartamos de una esplƩndida
representación de un paisaje alpino porque aborrecemos el deporte de escalar, es
cuando debemos sondearnos para hallar el motivo de nuestra repugnancia, que nos
priva de un placer que, de otro modo, habrĆamos experimentado. Hay causas
equivocadas de que no nos guste una obra de arte.
A mucha gente le gusta ver en los cuadros lo que tambiƩn
le gustarĆa ver en la realidad. Se trata de una preferencia perfectamente
comprensible. A todos nos atrae lo bello en la naturaleza y agradecemos a los
artistas que lo recojan en sus obras. Esos mismos artistas no nos censurarĆan
por nuestros gustos. Cuando el gran artista flamenco Rubens dibujó a su hijo,
estaba orgulloso de sus agradables facciones y deseaba que tambiƩn nosotros
admirÔramos al pequeño. Pero esta inclinación a los temas bonitos y atractivos
puede convertirse en nociva si nos conduce a rechazar obras que representan
asuntos menos agradables. El gran pintor alemƔn Alberto Durero seguramente
dibujó a su madre con tanta devoción y cariño como Rubens a su hijo. Su verista
estudio de la vejez y la decrepitud puede producirnos tan viva impresión que nos
haga apartar los ojos de Ʃl, y sin embargo, si reaccionamos contra esta primera
aversión, quedaremos recompensados con creces, pues el dibujo de Durero, en su
tremenda sinceridad, es una gran obra. En efecto, de pronto descubrimos que la
hermosura de un cuadro no reside realmente en la belleza de su tema. No sƩ si
los golfillos que el pintor espaƱol Murillo se complacĆa en pintar eran bellos
estrictamente o no, pero tal como fueron pintados por Ʃl, poseen desde luego
gran encanto. Por otra parte, muchos dirĆan que resulta ƱoƱo el niƱo del
maravilloso interior holandƩs de Pieter de Hooch, pero igualmente es un cuadro
delicioso.
La confusión proviene de que varĆan mucho los gustos y
criterios acerca de la belleza. Las ilustraciones 5 y 6 son cuadros del siglo XV
que representan Ôngeles tocando el laúd. Muchos preferirÔn la obra italiana de
Melozzo da Forlì, encantadora y sugestiva, a la de su contemporÔneo nórdico Hans
Memling. A mà me gustan ambas. Puede tardarse un poco mÔs en descubrir la
belleza intrĆnseca del Ć”ngel de Memling, pero cuando se lo consiga, la
encontraremos infinitamente amable.
Y lo mismo que decimos de la belleza hay que decir de la
expresión. En efecto, a menudo es la expresión de un personaje en el cuadro lo
que hace que Ć©ste nos guste o nos disguste. Algunas personas se sienten atraĆdas
por una expresión cuando pueden comprenderla con facilidad y, por ello, les
emociona profundamente. Cuando el pintor italiano del siglo XVII Guido Reni
pintó al cabeza del Cristo en la cruz, se propuso, sin duda, que el contemplador
encontrase en este rostro la agonĆa y toda la exaltación de la pasión. En los
siglos posteriores, muchos seres humanos han sacado fuerzas y consuelo de una
representación semejante del Cristo. El sentimiento que expresa es tan intenso y
evidente que pueden hallarse reproducciones de esta obra en sencillas iglesias y
apartados lugares donde la gente no tiene idea alguna acerca del Arte. Pero
aunque esta intensa expresión sentimental nos impresione, no por ello deberemos
desdeñar obras cuya expresión acaso no resulte tan fÔcil de comprender. El
pintor ittaliano del medievo que pintó la crucifixión, seguramente sintió la
pasión con tanta sinceridad como Guido Reni, pero para comprender su modo de
sentir, tenemos que conocer primeramente su procedimiento. Cuando llegamos a
comprender estos diferentes lenguajes, podemos hasta preferir obras de arte cuya
expresión es menos notoria que la de la obra de Guido Reni. Del mismo modo que
hay quien prefiere a las personas que emplean ademanes y palabras breves, en los
que queda algo siempre por adivinar, tambiƩn hay quien se apasiona por cuadros o
esculturas en los que queda algo por descubrir. En los perĆodos mĆ”s primitivos,
cuando los artistas no eran tan hƔbiles en representar rostros y actitudes
humanas como lo son ahora, lo que con frecuencia resulta mƔs impresionante es
ver cómo, a pesar de todo, se esfuerzan en plasmar los sentimientos que quieren
transmitir.
Fuente: Gombrich, Ernst Hans. La historia del
arte. Madrid: Editorial Debate, 1997.
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