El futuro de la agricultura
En el artículo Plantas resistentes a insectos se pone de manifiesto la obtención de plantas transgénicas con propiedades insecticidas que impiden la proliferación de plagas, principal problema para la agricultura. En este fragmento que corresponde al inicio del artículo se recoge un breve resumen histórico de cómo a partir de combinaciones de proteínas derivadas de ciertas bacterias se llegó a la obtención de bioinsecticidas.
Fragmento de Plantas resistentes a insectos.
De Juan José Estruch.
La agricultura ha sido, es y probablemente será uno de
los sectores fundamentales para el mantenimiento de nuestra civilización. A lo
largo de la historia, la producción agraria y sus prácticas han estado muy
ligadas al desarrollo de la humanidad sirviendo a una finalidad muy concreta; la
de proveer suficiente alimento para mantener el crecimiento de la
población.
En estos momentos la población mundial ronda los 6.000
millones de personas. Si el crecimiento continúa al ritmo actual del 2%, la
población se duplicará de aquí a 30 o 40 años. Al mismo tiempo, como resultado
del incremento de la actividad industrial y humana, la proporción de suelos
arables va disminuyendo en un 0,1% anual. Asistimos, pues, a una demanda de
producción agrícola sin precedentes, en un período en el que el porcentaje de
suelo arable disminuye y las prácticas de control de plagas resultan
manifiestamente ineficaces.
La idea de obtener plantas que resistieran la agresión
de los insectos ha sido un viejo sueño acariciado por científicos y
agricultores. Si le preguntásemos a un campesino cuáles son las mayores amenazas
que teme que se ciernan sobre su cosecha nos respondería que el tiempo y la
plaga de insectos.
No está en la mano del hombre modificar las condiciones
meteorológicas. Más asequible parece la lucha contra los insectos. Las plantas
transgénicas ofrecen un ejemplo elocuente de respuesta de la ciencia a ese
respecto. Los insectos constituyen el grupo de organismos más abundante de la
Tierra. Muchos causan daños considerables en las cosechas. Sin miedo a exagerar,
podría afirmarse que el desarrollo de la agricultura ha dependido en buena
medida de la capacidad del hombre para amortiguar las pérdidas provocadas por
los insectos.
Los programas actuales de control de insectos se basan
de manera casi exclusiva en la aplicación de insecticidas, que en su mayor parte
(por encima del 95 %) son productos químicos de carácter tóxico para un amplio
espectro de especies agresoras. Pese al empleo masivo de tales sustancias
químicas, que sobrepasa la cifra de 10 millones de toneladas, y su elevado
coste, que ronda los 1,5 billones de pesetas al año, se siguen perdiendo del 20
al 30 % de las cosechas mundiales por culpa de los insectos.
En menor proporción, con una cuantía que no llega al 5
%, se usan también bioinsecticidas, de origen biológico como su nombre denuncia,
que hallan su expresión más acabada en la obtención de plantas
resistentes.
Los bioinsecticidas se basan en combinaciones de
proteínas derivadas de Bacillus thuringiensis. Este microorganismo es una
bacteria grampositiva del suelo que en los estadios de esporulación produce unos
cristales peculiares constituidos por proteínas dotadas de propiedades
insecticidas. Aunque es muy probable que B. thuringensis fuese la
bacteria identificada como Bacillus soto por el biólogo japonés S.
Ishiwata en 1901, quien la asoció al agente causal de la enfermedad del soto del
gusano de seda, fue el investigador alemán E. Berliner quien la redescubrió en
1909 y la clasificó con su nombre actual de B. thuringiensis.
Berliner aisló la bacteria de los cadáveres del gusano
mediterráneo de la harina (Ephestia kuehniella), agente contaminante de
la harina con que se amasaba el pan en Turingia. Creyendo Berliner que la
bacteria era el agente de la muerte del insecto, sugirió la idea de recurrir a
B. thuringiensis para atajar las plagas de insectos. Y así, los primeros
preparados comerciales de B. thuringiensis aparecieron en 1938 en Francia
bajo el nombre de Sporeine; se utilizó contra la oruga del taladro del maíz
(Ostrinia nubilalis), uno de los insectos más destructivos de la
gramínea.
A finales de los años cuarenta se descubrió que la
actividad insecticida de B. thuringiensis estaba asociada a la producción
de cristales parasporales de naturaleza proteínica. A estas proteínas se las
denomina “cry” por su capacidad de formar cristales o δ-endotoxinas por su
acumulación en el interior de la bacteria y su carácter tóxico. La toxicidad de
las δ-endotoxinas se debe a su capacidad de interaccionar con las membranas de
las células intestinales de los insectos provocando su lisis celular. Se conocen
ya unas 96 endotoxinas diferentes, algunas de las cuales forman parte de
formulaciones comerciales de bioinsecticidas.
La eficacia insecticida de las endotoxinas contra la
mayoría de los insectos cuyo control puede resultar importante para la
agricultura, sumada a su especificidad y a su limitado (si no inexistente) nivel
de toxicidad, hacen de esas proteínas las soluciones ideales para su empleo en
el campo.
A principios de los años ochenta, el sector emergente de
la biotecnología vegetal se propuso obtener plantas que opusieran resistencia a
la acción de los insectos mediante la introducción de genes que cifran
endotoxinas. Por un lado el aislamiento y caracterización del primer gen que
determina una proteína insecticida en 1981 por E. Schnept y H. Whiteley, del
departamento de microbiología de la Universidad estatal de Washington, y por
otro la obtención de las primeras plantas transgénicas de tabaco en 1983
mediante la utilización de Agrobacterium tumefaciens por M.D. Chilton,
del mismo departamento, señalaron el inicio de la era de obtención de plantas
transgénicas resistentes a insectos.
Fuente: Estruch, Juan José. Plantas resistentes a
insectos. Investigación y Ciencia. Barcelona: Prensa Científica, febrero,
1998.
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